Leía el otro día que la palabra «hype» viene de «hyperbole». Lo desconocía; pero sí hace años que trabajo bajo el paradigma del «hype cycle», traducido como el Ciclo de Sobreexpectación.
Definido por la consultora Gartner, especializada en innovación, este gráfico describe la forma que con frecuencia toman los procesos de adopción de una tendencia.

Una buena amiga suele bromear hablando de mí como trendsetter.
Me empeñé en ser community manager cuando a mi alrededor la gente no entendía por qué podrían interesar a una publicista los foros o los blogs. Entré en Facebook cuando lo único que podíamos hacer era «lanzarnos» vacas virtuales. Fui una de las heavy users más apasionadas que os podíais encontrar ahí dentro; solo dejé de publicar a raíz de mi maternidad… Un par de años antes de que las personas de mi entorno hicieran lo propio.
Mi experiencia como community manager en una empresa de juegos sociales me hizo interesarme por la gamificación, hasta el punto de que acabé impartiendo formación sobre el tema, porque en España aún casi nadie hablaba de ello; unos años después éramos una de las principales potencias mundiales en esta práctica, que estaba en lo más alto del pico de expectativas sobredimensionadas.
De hecho, disfruto muchísimo más tutorizando proyectos ahora, en plena rampa de consolidación, porque ahora es cuando veo que los y las estudiantes encuentran espacios realmente interesantes donde inducir al cambio con estas técnicas: que, en común, vamos asentándonos en la meseta de productividad.
Ética y tecnología: armas de doble filo
Llevo una década trabajando como consultora y docente en comunicación digital y quizá sea por esa fecha simbólica, pero me temo que sobre todo se debe a lo extraños que han sido estos años, cada vez disfruto menos planteando y ejecutando estrategias de marketing en los entornos virtuales. Es más: en muchos aspectos, cada vez disfruto menos de usar estos entornos; y ambas cuestiones van estrechamente ligadas.
Cuando en 2007 presenté el proyecto de responsabilidad social corporativa a la plantilla de la empresa en la que trabajaba, lo hice desde el convencimiento de que era una forma de enlazar mi trabajo con mi preocupación social. Que había formas alternativas de trabajar en marketing: más éticas, más humanas.
Unos años después, cursando mi primer máster, analicé junto a un compañero que también había trabajado en proyectos similares esta práctica empresarial desde la perspectiva del análisis crítico del discurso. Y fue doloroso darnos cuenta de hasta qué punto aquello que hacíamos con la mejor de nuestras intenciones tenía consecuencias muy negativas que podrían, incluso, agravar los problemas que aspirábamos a paliar.
En otro trabajo de aquel mismo máster descubría a Sherry Turkle. Ella, como yo, veía en la «comunicación mediada por computadoras» un enorme potencial emancipador. Liberarnos del estigma, decía ella. Romper barreras geográficas, permitir conectar con personas afines incluso si no puedes salir de casa o no existen en tu entorno inmediato, pensaba yo, «chica rara», criada en provincias, con historia de ansiedad social.
Se me había olvidado; me devolvió a ello una alerta recibida hace poco en la que se me advertía de que uno de mis artículos había sido citado en un estudio. Hago una pausa para preguntarme, en estos días en que me siento totalmente desbordada por la infoxicación, si en un contexto sin toda la tecnología con la que cuento ahora habría sido posible siquiera fantasear con dedicarme a investigar como lo hago ahora, como hobby: sin financiación, sin apenas tiempo.
[Desde aquí me sumo a las voces que piden un Nobel para Alexandra Elbakyan. Por favor y gracias]

Twitter, la red social en la que más me costó entrar, fue la que salvó mi maternidad porque en Twitter, a través de ese juego entre lo público y lo privado que da publicar en abierto pero bajo seudónimo, fue donde encontré una comunidad donde podía reconocer lo difícil que me estaba resultando ser madre, algo que ni remotamente era posible en los grupos de preparación al parto y lactancia (por favor, cambiemos YA a la nomenclatura de grupos de embarazo y crianza).
Yo no quería prepararme para el parto, sino sobrevivir a un embarazo emocionalmente durísimo. Yo no era capaz de dar el pecho en las condiciones de mi posparto, ¿seguía teniendo derecho a ir a aquellas sesiones? Yo no era como las otras madres, no quería anidar, quería poder expresar que estaba aterrada y recibir comprensión y compasión, en lugar de extrañeza y desprecio.
Así fue como, tras aquella vivencia y al completar mi especialización en psicología perinatal, decidí montar un espacio que aprovechara esas funciones de la tecnología. Yo tenía claro que quería un espacio virtual. Veía las ventajas de que así fuera, las carencias del resto de mecanismos de apoyo que una alternativa diferente podía paliar. Igual que vi, en una época de profundo desarraigo como la que vivimos, las tecnologías de red social como herramienta que impediría que mi valiosísima red social «real», las personas a las que quería, perdiera su fundamental presencia en mi vida.
Digitalización forzosa: el impacto de la pandemia
Ahora estoy, como casi todo el mundo tras la pandemia, hartísima de videoconferencias y de mensajería instantánea.
Sigo viéndoles las ventajas, claro; puedo reunirme con equipos de trabajo que no necesitan compartir una oficina (con lo que eso conlleva de ahorro de costes a la organización, de tiempo a las personas y hasta de contaminación en estas ciudades tan poco vivibles), recibo terapia online sin que apenas afecte a mi ajustado horario de trabajo, veo a mi familia con más frecuencia de lo que me permitirían la distancia y las agendas… Pero, por ejemplo, me cuesta agendar una llamada con amistades.
De alguna forma, aunque nunca me he sentido cohibida por la pantalla, ahora me hacen sentir una frialdad y una distancia que pensaba que me ayudarían a evitar y que en cambio están haciendo ahondar.
Se unen muchos factores, por supuesto. La «falta de práctica» en interacciones sociales después de estos años extraños hace que muchas conversaciones resulten encorsetadas y sé que no soy la única con exceso de autoconciencia cuando interactúa con otras personas en «la nueva normalidad». No se trata de «dismorfia por Zoom«; tampoco sé qué hacer con las manos cuando ando por la calle y me siento extrañísima de pie ante una clase, cuando es una situación que he vivido cientos de veces.
El exceso de trabajo, las demandas de la crianza, me hacen sentir muy centrada en mí misma, en una parte de mi vida, además, que me resulta aburrida incluso a mí. No es solo la tecnología, quiero decir. Pero también es la tecnología.
Que la persona que investigó en los 90 cómo ayudaba la tecnología con el estigma esté diciendo esto ahora habla muy alto sobre el cambio de ciclo en el que nos vemos envueltas. https://t.co/cXDzMUtVZU
— Vega Pérez-Chirinos Churruca (@vegapchirinos) November 18, 2021
¿Somos lo que odiamos?
Y, la verdad, como profesional de la comunicación creo que también hemos sido nosotros.
La saturación publicitaria que hizo que «no veo la televisión» se considerase una declaración antisistema ha invadido también estos espacios donde, supuestamente, íbamos a poder relacionarnos de persona a persona.
Quizá por haber sentido tanto entusiasmo con la idea de democratizar la comunicación al disminuir las barreras de entrada, por haberle visto tanto potencial a la idea del prosumo informativo, ahora me duelan más las «injusticias» del algoritmo (cómo va a ser equitativa una tecnología ligada a las fuentes de ingresos de una compañía… Ni justo ni injusto: el algoritmo es el que es, conforme a los requisitos que se marcaron en su diseño).
Por haber confiado en el potencial de la tecnología para salvar la brecha educativa me molesta profundamente que se ignore constantemente el riesgo de exclusión que implica la brecha digital.
Por saber lo importantes que son los espacios virtuales para romper estigmas, para formar redes de apoyo, o para sensibilizar sobre cuestiones delicadas me duele particularmente ver cómo una y otra vez estas cuestiones se canibalizan por parte de la enésima tendencia de uberización como la terapia fast-food, o se convierten en mecanismos para poder organizar acosos masivos a quienes se atreven a mostrarse vulnerables o políticamente implicadas.
¿Hay alternativas?
Menos de cinco contradicciones es dogmatismo, dicen. Quizá la cuestión es que es imposible vivir sin ambivalencias (concepto con el que también la maternidad ha venido a reconciliarme). Que no hay soluciones perfectas.
Cuando imparto teoría de la comunicación insisto mucho en eso: los medios de comunicación no son ni buenos ni malos. Lo que hacen es amplificar lo que somos como sociedad. Que, de nuevo… no es ni bueno ni malo; no al 100%.
Las tecnologías orientan nuestro comportamiento, pero tampoco son capaces de condicionarlo: ahí están los usos imprevistos, las pequeñas revoluciones cotidianas, las reapropiaciones; el concepto de agencia compartida de Amparo Lasén que es de mis favoritos en sociología, y que se podría utilizar también para la psicología crítica.
Soy psicóloga y psiquiatrizada, y teniendo una perspectiva muy crítica de la psicología como tecnología que procura adecuar los individuos al sistema, también soy muy consciente del potencial que ha tenido en mí la terapia precisamente para repolitizarme.
Con los medios de comunicación probablemente pasa algo muy similar. Son el vehículo del poder, qué duda cabe; pero también imprescindibles para asentar prácticas de resistencia, para desarmar los discursos que han ayudado a construir.
En estos últimos coletazos del invierno todavía me pregunto si seremos más fuertes que los barrotes que nos rodean. Si conseguiremos reapropiarnos de estos medios que ahora están mostrando su peor cara: las fake news, la polarización, la retribalización en torno al odio hacia el Otro, la demanda constante de atención que altera nuestra capacidad de concentración y nos impide al mismo tiempo distraernos de verdad.
Y entonces recuerdo que igual que con los días más largos empieza la época del año en que más conectada estoy con lo que quiero de verdad, en la que más energía tengo para enfrentarme a estas sombras que con la falta de luz parecen más grandes, el ciclo de sobreexpectación no se ha acabado aún; y procuro mirar hacia el futuro con esperanza porque aún queda rampa por subir, aún queda mucho por hacer, y cuando esta fase termine de expulsar los excesos y purgar el fenómeno el contexto será mucho más amable para que, quienes quedemos, podamos construir algo que realmente sea útil.