Escribo este post cuando queda un mes para que me toque publicar, y en cambio tendría que entregar de una vez estas notas que se me resisten. Me digo a mí misma que se me resisten porque se me han juntado con los parciales que empiezo en diez días, pero a quién quiero engañar, si todo mi contacto con los parciales han sido las preguntas de QStream (diez minutos al día) y unas videoclases que me pongo en la tele mientras corrijo a mis alumnos. O, mejor aún, mientras juego a los Sims. Porque todo simmer sabe que no hay mejor momento para jugar a los Sims que cuando todo a tu alrededor se convierte en una fecha tope. Deadlines, amigas, venid a mí. Sin vosotras es como si no me latiera el corazón.
Desde hace unos años, sé esto que me pasa tiene nombre: procrastinar. Con dos erres, maldita sea, que anda que no os cuesta: pro (hacia), crastinus (el día de mañana); es decir: no hacer hoy lo que puedes dejar para mañana.
Procrastination de Johnny Kelly en Vimeo.
Durante muchos años pensaba que era algo que me pasaba a mí solamente. Aprovechaba mi incipiente insomnio, que empezó a asomar poco después de los diez años, para completar las tareas de la clase de Plástica que no había hecho durante toda la semana de vacaciones, porque quién quiere pintar con ceras blandas cuando se puede estar en la calle (no he cambiado mucho, ahora que lo pienso). Mi madre sabía que estaba de exámenes porque inmediatamente sentía un ansia voraz de jugar al Super Mario Kart como si no hubiera un mañana. Esa es la clave: para los procrastinadores, mañana no existe. Y resulta que no soy yo. Que hay estudios sobre la procrastinación en la academia como mal endémico. Canales enteros en YouTube. Artículos sobre procrastinación y freelances. Somos legión.
He leído todo tipo de artículos sobre cómo dejar de procrastinar. Dicen que te organices en días, en vez de en semanas o meses: «Quedan 28 días para el último examen» es más apremiante que «quedan 4 semanas». Será para ellos, la verdad; yo estoy a 28 días de ese examen escribiendo este post. Que te impongas restricciones, dicen. No, no funciona. No va conmigo.
He probado todo tipo de técnicas de organización del tiempo: las oficiales, las que se me ocurren, las que usan los demás. Esta semana estaba feliz porque mi teléfono está arreglándose y no tenía Internet, pero según la nueva extensión de mi navegador, he pasado una media de tres horas diarias en Facebook. ¿Sabéis lo cómico de esto? Que la gente cree que soy muy productiva.
Y lo cierto es que no es tan cómico. Los procrastinadores que conozco compartimos esa cualidad: al final, siempre llegamos. ¿Cómo vamos a escarmentar si al final aprobamos los exámenes, entregamos las notas antes del cierre de actas, terminamos los materiales didácticos, cerramos los proyectos con los resultados que esperábamos? ¿Si al final, aún con el subidón de adrenalina, brindamos por haber vencido a las temidas líneas de la muerte una vez más? Llegamos, siempre, pero en el último momento.
Desde que escribo este post hasta mediados de julio, cuando por fin me vaya de vacaciones, voy a pasar por uno de los periodos más estresantes del año. El fin de semestre cuando eres alumna y profesora al mismo tiempo es como subir el Himalaya dos veces al año. En tiempo récord. Siempre en tiempo récord.
Y se me ha ocurrido probar una técnica nueva: repetirme a mí misma que no, mañana no estaré menos cansada, acalorada o hambrienta. Que lo que tengo que hacer no me apetece más de lo que me apetecerá mañana y que lo voy a tener hacer de todas maneras. ¿Se imaginan si estamos llamando procrastinar a hacer sólo lo que a uno le apetezca en cada momento?
Ya os contaré los resultados. De momento, voy a programar este post y a ponerme a corregir. Milagro.
[Photo credit imagen cabecera: Melodi2 via Morguefile]